18 marzo 2015

Miércoles IV de Cuaresma

DE TAL PALO, TAL HIJO

Isaías 49,8-15. Jerusalén, ¿cómo has podido decir: «Yahvé me ha abandonado, el Señor me ha olvidado»? ¿No conocías la inmensa ternura de tu Dios? ¡No temas! El exilio toca a su fin. Si has estado diseminada entre los pueblos, pronto te convertirás en alianza de las naciones. Sí, los dispersos volverán. Ya se forman cortejos en el país áe los Dos Ríos, al lado del mar e incluso en el alto Egipto.
El salmo 144 proclama las grandes obras del Señor. A través de su actividad. Dios revela su benevolencia y misericordia.
Juan 5,17-30. Después del milagro de Betesda, Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Su defensa es breve, pero de una profunda densidad: «Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo».
«Mi Padre trabaja siempre». La afirmación quizá no fuese tan satisfactoria como puede parecer a primera vista. Decir esto, ¿no era ir contra la Escritura, que indicaba que Yahvé había dejado de trabajar el séptimo día? Es verdad que un rabino tan célebre como Aquiba responderá que Yahvé no deja nunca de trabajar. Del mismo modo, Filón de Alejandría intentará conciliar la exigencia griega de un Absoluto inmutable explicando que, después de los seis días de la creación terrestre, Dios se había con- sagrado a las cosas divinas. El día del sábado, como los demás días. Dios da vida y ejerce el juicio.
«Yo también trabajo». Jesús pretende ejercer las funciones reservadas a Dios. Al igual que su Padre, resucita a los muertos y les da la vida. Al igual que su Padre, da la vida a los que escuchan su palabra y juzga a los demás. ¡Incluso en sábado!
¿Hace Jesús la competencia a Dios? ¿Rompe con el rígido monoteísmo de los judíos? ¡De ninguna manera! Es por estar en comunión total con su Padre por lo que puede ejercer las funciones divinas. Todo acto del Hijo es un acto del Padre.
¡De tal Padre, tal hijo! Mucho antes de los descubrimientos de la psicología y de las investigaciones de las ciencias de la educación, la sabiduría popular reconoció la profundidad de los lazos de parentesco. Siempre se es hijo de alguien: el adolescente puede poner en cuestión el modelo de su educación, el adulto puede exorcizar su pasado, pero nadie puede negar sus orígenes. De tal padre, tal hijo. Están unidos por lazos más fuertes que los de la sangre: han aprendido uno del otro lo que es la vida.
«Lo que hace el Padre, eso mismo hace el Hijo». Un hijo imita siempre al que le ha dado la vida. Ha aprendido a mirar la vida a través de los ojos de quien le ha iniciado en los secretos de la existencia.
«El hijo no puede hacer nada por su cuenta». Desde toda la eternidad, ha aprendido a mirar la vida como la mira el Padre. Sabe mejor que nadie el valor que Dios le da a la existencia humana. Cuando, en los primeros días, Dios hizo brotar la vida de sus manos de Padre, el Hijo estaba allí. Cuando, en tiempos de Noé, concluía Dios una alianza universal con los hombres, el Hijo aprendió a congregar a todos los hombres bajo sus brazos extendidos. Cuando Dios pidió a Abrahán el sacrificio de su hijo único, el Hijo sabía que el Padre no dudaría en entregarle a él para renovar la alianza.
Hermano, a veces dices: «El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado». Pero ¿has mirado suficientemente al Hijo único? ¿Te das cuenta de que hoy no tienes dónde ver a Dios si no es en este hombre que se dirige a Jerusalén? Dios no pronuncia otras palabras que las de Jesús. Entonces, mira al Hijo y conocerás al Padre. Mira al Hijo y aprenderás de él lo que hace vivir a Dios. «Lo que hay de visible en el Padre, escribía San Ireneo, es el Hijo». Hazte hijo a tu vez, uniéndote a tu hermano mayor; él te iniciará en los secretos de la vida. «Os lo aseguro: quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna».
Jesús es el mayor de una multitud de hermanos. Con su muerte, ha derribado los muros que hacían de la casa familiar una estancia cerrada. «Llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo y saldrán». La casa va a abrirse al soplo del Espíritu, y el largo cortejo de los que se sentían exiliados por su miseria va a poder entrar. La voz del Hijo es obediencia: «Padre, que se haga tu voluntad». Jesús nace a la verdadera condición de hijo al abandonar su vida en el único que puede devolvérsela. En la cruz nace el único verdadero hijo. Pues Jesús se entrega a aquel que pronuncia la palabra que engendra: «Hoy te he dado la vida; tú eres mi Hijo amado».
Hermano, el día de tu bautismo, Jesús te ha abierto completamente la casa. Oíste la voz que te llamaba y ya, en Jesús, respondiste: «Que se haga tu voluntad». Te conviertes por la gracia en lo que eras ya en verdad. Un día, Dios reconocerá el nombre inscrito en tu carne, pues llevas el nombre del Hijo único. Un día, él se reconocerá al mirarte y te dirá sonriente: «¡Cómo te pareces a mí, entra en mi casa!»

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