11 marzo 2015

Miércoles III de Cuaresma

UNA LEY GRABADA EN EL CORAZÓN

Deuteronomio 4,1.5-9. Escrito al estilo de los libros sapienciales, este pasaje expresa el orgullo que siente Israel por su Ley. No hay razón alguna para envidiar a los vecinos, mesopotámios o egipcios; no hay ningún motivo para ir detrás de otros dioses. Israel tiene una ley envidiada por las demás naciones, y Yahvé es un Dios mucho más cercano a los hombres que las demás divinidades.
Salmo 147. Himno a la gloria del poder divino. Sí, ¡no hay dios equiparable a Yahvé!
Mateo 5,17-19. Ya en la Iglesia primitiva, el versículo 17 levantó controversias. Incluso se llegó a sostener que Jesús habría dicho exactamente lo contrario: «No he venido a cumplir la ley, sino a aboliría!»…
Sea como sea, la palabra de Cristo significa, en su forma actual, que ha realizado en su persona las profecías de la antigua alianza. Ha dado su verdadero sentido a la ley al profundizar sus exigencias.
¿Qué ley? En boca de Jesús, y de acuerdo con el célebre «tratado de los dos caminos», la Ley designaría únicamente el Decálogo, cuyas prescripciones concernientes al prójimo están perfectamente resumidas en el mandamiento del amor por encima de todo. En efecto, las «diez sentencias» dan lugar a la creatividad, pues se contentan con definir en negativo los signos característicos del pueblo de Dios. Dejan la puerta abierta a ese vasto terreno en el que el hombre puede inventar todo lo necesario para vivir en el amor. No olvidemos que Israel recibió la Ley no como una carga, sino como un beneficio. Con el Decálogo, Yahvé le había dado la posibilidad de vivir.
Sobre el salmo 147:
¡Celebrad a Dios, cantad para él
vosotros, el pueblo de su amor,
vosotros que conocéis su palabra!
¡Sed en el corazón del mundo
el signo de su presencia!
Nuestro Dios es pacífico:
¡sed los artífices de su paz! ¡Noche y día,
<
p style=”text-align:justify;”>verano e invierno,
cantad las maravillas de Dios!
¡La ley! Entre nosotros, más bien no tiene muy buena reputación… ¿Será culpa de San Pablo, que la sometió a un juicio inapelable? Pero hay ley y ley… Y verdaderamente, cuando la ley no tiene otra justificación que el humor de los gobernantes o, peor aún, el peso de una tradición esclerotizada, yo me pongo sin dudar del lado del apóstol. La ley es mortal. El Dios de Péguy decía: «Cuando se ha experimentado lo que es ser servido por hombres libres, la prosternación de los esclavos ya no nos dice nada». Evidentemente.
Pero la Ley de Dios es una palabra interior que despeja el camino e invita a la creatividad. «Aunque ardamos de amor hasta morir, aún no habremos amado lo suficiente; nunca se ama bastante. El amor lo es todo, pues es Dios mismo».
Una ley que, en primer lugar, despeja el camino. Tenemos necesidad de signos y parapetos. El camino del Decálogo es sencillo («El mandamiento del Señor es claro, luz de los ojos»: salmo 18). Camino por el que los hombres pueden caminar juntos, respetándose infinitamente unos a otros, a la luz de Dios, el Santo, el Único. Somos un pueblo libre, liberado: aprendamos a vivir en él juntos, por encima de todo temor, por encima del repliegue estratégico sobre uno mismo, por encima de la carrera de armamentos y del consumo. Un camino en el que el hombre puede disfrutar indeciblemente amando.
Pues la ley sólo vive (se «cumple») cuando los hombres se ponen a inventar el amor. El de Dios y el del prójimo. Así fue como Jesús llevó la ley a su plenitud, en su propia persona, viviendo el amor hasta el extremo. A quienes lo matan, a pesar del precepto, responde con el perdón total. Al hombre rico que no ha robado ni matado, le propone el amor en la pobreza. Canta la dicha de la mansedumbre, de la mirada limpia, de la misericordia, de la pasión por la justicia. ¿Ha habido alguna vez sobre la tierra un Dios más cercano a los hombres? ¿Y existe una ley más vivificante que el Evangelio? En esta escuela, los sencillos comprenden, y encuentran en ella un sabor más puro que la miel. La ley llega verdaderamente a su plenitud.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario