10 febrero 2015

Recursos Domingo VI de Tiempo Ordinario

EL BARRIO DE LOS INTOCABLES
Concluimos, por ahora, nuestro “paseo” con Jesús por los caminos donde Jesús “pasó haciendo el bien”. Todo comenzó con un encuentro y un envío. Después, nos hemos acercado a los que sufren en la vida por distintas circunstancias: enajenados y olvidados. Pero Jesús se acercó también al “barrio de los intocables”, aquellos que contagiaban con su “enfermedad”, excluidos y apartados de su comunidad. Y Jesús, con su “pasar haciendo el bien” los recupera para la vida comunitaria y para la sociedad. En la época de Jesús, el “intocable” por excelencia era el leproso. También lo fue para Francisco de Asís en su momento. Hoy sigue habiendo muchos “intocables” a los que no nos acercamos: las prostitutas, los enfermos de SIDA, los expresos, los gays, los afectados de “enfermedades raras”… Jesús toca al leproso y se contamina con él… El verdadero amor atraviesa todos los prejuicios porque ama a la persona.
1. DOS TEXTOS
La dignidad de las personas
“Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega.” (Evangelii Gaudium 274).

Hay que “tocar” las llagas
“A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás…. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo” (Evangelii Gaudium 270)
2. UN TESTIMONIO
“El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo” (del Testamento de san Francisco de asís).
Un día, cuando el joven Francisco montaba a caballo cerca de Asís, se le acercó un leproso. Normalmente Francisco sentía horror hacia los leprosos, y por eso tuvo que hacerse violencia; bajó del caballo y le dio una moneda de plata besándole al mismo tiempo la mano. Después de recibir del leproso un beso de paz, volvió a montar al caballo y siguió su camino. A partir de este momento fue superándose cada vez más hasta llegar a una completa victoria sobre sí mismo por la gracia de Dios.
Unos días más tarde, habiéndose provisto de muchas monedas, se dirigió al hospicio de los leprosos y, habiéndolos reunido a todos, dio a cada uno una limosna besándole la mano al mismo tiempo. Al regresar, fue exactamente así: lo que antes se le hacía amargo –es decir, ver y tocar a los leprosos- se le había convertido en dulzura. Ver a los leprosos, tal como él mismo lo había dicho, le era hasta tal punto penoso que no tan sólo rechazaba verlos sino que ni tan sólo podía acercarse a su habitación; si alguna vez los veía o pasaba cerca de la leprosería… giraba su rostro y se tapaba la nariz. Pero la gracia de Dios hizo que los leprosos le fueran hasta tal punto familiares que, como dice él mismo en su Testamento, vivía entre ellos y les servía humildemente. La visita a los leprosos le había transformado.
3. UNA ORACIÓN
Escucha
atentamente,
afincado en la realidad siempre, esos silencios que hablan,
esas voces de angustia y esperanza,
esa sinfonía humana no acabada.
¡No me digas que tus tímpanos carecen de tal gracia!
Olfatea,
hasta embriagarte,
esos olores y perfumes
de flores y basureros a tu alcance,
de personas con sudor en su frente,
de pueblos, vidas, ideales haciéndose, muriéndose.
¡No me digas que eres insensible
a náuseas y fragancias!
Palpa
así, suavemente, como sabes,
esas costras y blandas realidades,
esos hermanos con heridas para besarse, esas soledades aisladas para no tocarse,
esas estructuras tan frías para abrazarse.
¡No me digas que tus yemas táctiles
no sienten ni se estremecen!
Mira
con tus ojos penetrantes, y ve
el inmenso horizonte que existe,
eso que nadie enseña serena y dignamente,
lo que el mundo esconde de forma vergonzante,
lo que es deleite o bajar la vista te hace.
¡No me digas que tus pupilas son reacias
a las tres cuartas partes de la realidad existente!
ABRE LOS SENTIDOS
Gusta
sin pensar en precios, pues es gratis,
todo lo que tienes y se te ofrece:
la vida a raudales, tan patente;
el hambre que no puede masticarse;
esos granos a punto de reventarse.
¡No me digas que tus papilas
no están hechas para tales sabores!
Y si un sexto sentido tienes, como a veces se dice,
haz que por él penetre lo que es espíritu de tu vida
y alimento de tu carne y sangre:
las estructuras y detalles
de ese Reino que llora y crece.
¡Todo lo que yo pensé y recreo,
y todo de lo que sois artífices!
¡No me digas que renuncias a lo que te ofrezco
con amor de Padre y Madre,
o que me he equivocado contigo
en esta aventura amante…!
¡No me digas que te escandaliza
la pequeñez del Reino,
mi vida con aire nuevo,
o las consecuencias de tu actuar profético!
Oh Señor, aquí estoy; ábreme los sentidos para escuchar, olfatear,
palpar,
mirar,
gustar
y vivir como Tú.
Florentino Ulibarri, “Al viento del Espíritu”,
Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra) 2004,
págs. 419-420

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