24 febrero 2015

Hoy es martes I de Cuaresma

DIOS ES DIOS
Isaías 55,10-11. Con el capítulo 55 concluyen los oráculos del Segundo Isaías. Emparentado con la corriente deuteronómica, retoma diferentes temas del comienzo del libro, como, por ejemplo, el anuncio del nuevo éxodo.
En los versículos 10-11, la palabra divina es personificada y anuncia al Verbo, que, en Jesucristo, visitará la tierra. Pero la comparación trata sobre la eficacia de esta palabra. La palabra de Yahvé no retorna sin haber dado fruto: no es como la lluvia que cae del cielo y vuelve a él. ¿Qué prueba más patente se puede dar al anunciar el fin inminente del exilio? ¿No es lo que había dicho el profeta Jeremías: «Esto es lo que dice el Señor: Cuando se cumplan setenta años en Babilonia, me ocuparé de vosotros, os cumpliré mis promesas trayéndoos de nuevo a este lugar» (Jr 29,10)?
El salmo 33 es un salmo alfabético. Si los versículos 10-23 contienen una enseñanza de tipo sapiencial, los primeros versículos tienen relación con el género de la acción de gracias. En efecto, encontramos en ellos, además de la expresión de los motivos de la confianza, el recuerdo de la oración dirigida a Yahvé y la consiguiente acogida.
Mateo 6,7-15. Los paganos creen poder presionar a la divinidad haciendo largas plegarias. Por el contrario, la oración de los discípulos de Jesús se distingue por su gran sencillez.
Dirigido al Padre, el «Padre nuestro» muestra la esperanza de los hijos de Dios. El aparente triunfo del mal no impide a los discípulos implorar la revelación de la soberanía divina. ¡Que llegue el día en que la trascendencia del nombre de Dios sea reconocida por todos! Las peticiones del «pan de mañana» (Jeremías) y del perdón de nuestras faltas anticipan también la venida del Reino. «Danos hoy el pan de mañana, perdónanos nuestras faltas». ¡Que actúen ya hoy en nuestra vida las fuerzas del Reino: el pan de la vida y el perdón de Dios! La última petición no trata de las tentaciones de cada día, sino de la gran prueba que amenaza a todo discípulo: la de dudar del Maestro, la de renegar de él, como Pedro renegó de Jesús en el momento de la catástrofe.

Dios no es sordo. Dios no está cansado. ¡No hemos de multiplicar ante él las oraciones para conseguir nuestro empeño! Nuestro Dios no es un ídolo. Aunque hay que orar sin descanso, la oración del cristiano es, ante todo, un acto de fe para con Dios, que nos habló primero. ¡Y de qué manera! ¡En su hijo Jesús nos lo ha dado todo! ¡Su palabra es más eficaz que la lluvia que cae sobre tierra buena, ya que de nuestra tierra ha brotado el Salvador! Somos los hijos del Padre de los cielos: que nuestra oración no contradiga lo que somos…
Demasiados cristianos dicen el Padre nuestro como si, a fuerza de repetirlo, se fueran a realizar sus peticiones: «¡Venga a nosotros tu reino… y que nosotros pongamos de nuestra cosecha para que no tarde demasiado!» ¡No! Dios es Dios, y no nos ha esperado para manifestar su Reino: ¡resucitó a Jesús! Entonces, ¿para qué orar? Pues porque la presencia de Dios en nuestra tierra es una cosa tan grande que no podemos dejar de repetirla. Decimos también: «¡Venga tu Reino!» y «¡Bendito sea tu Reino que llega!». El Reino de Dios, si está aquí, está escondido, y sólo se deja ver por los que miran al mundo con «ojos nuevos», con «corazón nuevo». Tenemos que orar para que esa mirada se agudice y para someter nuestro corazón a la transparencia del Espíritu.
Por eso, quien ora sin perdonar habla en el vacío. No ha pasado al mundo nuevo, no sabe que, en Jesucristo, Dios le ha perdonado todas sus ofensas. Y se obstina en no perdonar… La única oración que Dios escucha es el grito de la fe.

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