20 abril 2014

Tras las huellas del "Crucificado que vive"

Celebrar la Pascua es seguir actualizando el inmenso gozo de la Resurrección, la fiesta de la Luz y de la Vida. Echamos mano, una vez más, a Nietzsche cuando exclamaba: “¿Cómo voy a creer a estos cristianos que, siguiendo a un salvador, no tienen cara de redimidos?” A veces solo hay que verlo a la salida de nuestros templos. Y continúan los reproches de muchos jóvenes que no se acercan a nuestras celebraciones o de otros muchos cristianos que se han dejado invadir por el tedio celebrativo. Ahí está el regalo que el Señor Jesús ha dejado en nuestras manos y del que hemos de hacer tarea permanente en la escucha de su Palabra, en la celebración gozosa de sus Misterios y en la ardiente entrega del Amor.

Cuando Jesús entra al Cenáculo encuentra a unos discípulos con el miedo metido en el cuerpo y en el alma. Era un miedo a los de afuera, a la vuelta a casa para enseñorear el fracaso, a tener que dar la cara. Sin embargo, lo más grave era el miedo que les nacía de las entrañas, hecho duda e incerti- dumbre. Era un miedo que paralizaba sus vidas, que los amarraba al recuerdo y les impedía mirar al futuro y rasgar lejanías. Les había dicho que iba a resucitar, pero la última vez que lo vieron estaba colgado en una cruz. Algunos lo habían bajado y enterrado. Tenían la certeza de ello. Ahora tenían que restaurar la esperanza en sus palabras, aunque era muy difícil. Su reacción fue esconderse, meterse en el Cenáculo y pasar por el corazón lo vivido, es decir, recordar, acostumbrase a vivir del recuerdo.
Pero Jesús se pone en medio de ellos, en el centro de sus vidas de una forma nueva. Y les hace el inmenso regalo de su Vida, de su Pascua. Para desatarles la tristeza les regaló la alegría; para arrancarles la desazón, les ofreció su paz y para quitarles el miedo, les dio su fuerza. Y con esos regalos podrían abrir horizontes y restaurar sus vidas rotas por el miedo y la tristeza. Ahora tienen que salir para seguir acogiendo el don, compartiéndolo y viviéndolo y aprender, con su ayuda, a conjugar estos tres verbos: Acoger, Comulgar y Vivir. Y, como modelo, María, allí, junto a ellos, alentando los trabajos y manteniendo el ritmo de la esperanza.
En el momento esplendoroso del Cenáculo, la presencia de Jesús es distinta. Es una presencia nueva. Conocían al Crucificado, pero les faltaba reconocer al Crucificado que Vive y hacerlo en las llagas, en el camino, en la duda, en las horas bajas, en la aventura del compartir y en esa briega diaria en la que debían vivir la Buena Noticia de su Amor. Ahora se trataba de reconocerlo de otra forma.
  • Haciendo de sus palabras algo vivo, no una teoría que aliente ideologías. Palabras que, como un ascua ardiente, alumbren caminos, caldeen la fraternidad y quemen miedos.
  • Haciendo de sus gestos la esencia del amor con la ternura y misericordia entrañable, capaz de derribar muros y devolver la dignidad a los más pobres.
  • Haciendo de sus miradas una referencia a quienes los rodean, siendo capaces de mirar al mundo con entrañable amor.
  • Haciendo de sus huellas un itinerario, un plan de vida. La Pascua es una paseo por sus huellas bien marcadas, por sus llagas bien abiertas, por su cuerpo destrozado. Y así, cada Pascua devolverá  a la Iglesia su primitiva hermosura.
Juan Rubio Fernández Director de Vida Nueva

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario